LA CRUZ DEL MATRIMONIO

Todavía se escucha en nuestras familias, de labios de la gente mayor, repetir el estribillo de “la cruz del matrimonio” para referirse a lo difícil y hasta doloroso que es llevar un matrimonio “como Dios manda”. Y no es raro este concepto peyorativo de lo que constituye una institución social muy antigua, ampliamente normada por las legislaciones de todos los países y erigida como sacramento por la Iglesia, puesto que, empezando por el concepto de “conyugalidad” y “cónyuge”, se la caracteriza injustamente como una dura tarea a ser desempeñada por dos personas atadas al mismo yugo (con-yugo). En este caso se le asocia a la cruz como sinónimo de sufrimiento, de condena, de castigo, de carga pesada, de antesala de la muerte… Quizá será por esto que nuestros jóvenes, cada vez en mayor número, se rehúsan a casarse como las leyes lo dictaminan y, peor aún, como el Derecho Canónico lo estatuye.

La verdad es que “no es tan fiero el león como lo pintan”, sin obviar –claro está- la complejidad consustancial que implica la convivencia de un hombre y una mujer que, por naturaleza, son seres diferentes, además cargados de historiales genéticos y educativos diversos. Al contrario, no se ha inventado todavía una alternativa que sustituya al matrimonio como fuente de realización humana y estabilidad emocional para el hombre y la mujer y, a la vez, sea el “nido” más idóneo para que la prole crezca con todas las garantías de amor, seguridad, protección y solidez que requiere el ser humano. Obviamente, estamos hablando del matrimonio bien llevado y correctamente vivido.

EL VERDADERO SIGNIFICADO DE LA CRUZ

La Cruz sola, ciertamente, no es más que un instrumento de escarnio y de tortura, como lo son la silla eléctrica o la horca. La cruz, como símbolo de redención, tiene que llevar a CRISTO para que sea portadora de un mensaje de salvación y un preámbulo de resurrección; y no sea símbolo de muerte, sino de vida y vida en abundancia. La familia y el matrimonio –decía Adolfo Kolping- son instituciones en la vida del hombre que se asemejan a una fuente viva: mientras más agua se saca, con más abundancia brota ella de la fuente”. Es que la clave de lectura de la cruz no es el sacrificio, sino el amor. Lo que la cruz nos dice, refiriéndose al matrimonio, no es: “busca el sufrimiento”, sino “entrégate al otro/a, ama”. Lo que salva –como lo que crea, lo que construye, lo que hace vivir- no es el sufrimiento, sino el amor. Esto es lo que se llama el amor oblativo.

Y, ¿QUÉ ES EL AMOR OBLATIVO?

El P. Ignacio Larrañaga, en su libro ‘El matrimonio feliz’ lo describe magistralmente: “Para perdonar una injuria, necesito asfixiar el im­pulso de venganza. Para reaccionar con silencio ante una grosería, tengo que tragar dolorosamente la saliva. Para comportarme dignamente ante el extraño comportamiento de mi cónyuge, necesito sofocar el gesto de desagrado que me surge espontáneamente. Cuando uno de los cónyuges incurre en el típico defecto de levantar la voz o soltar una ironía, el otro cónyuge necesita reprimir el impulso de fuga o de responder con otro grito. Pero esta manera de reaccionar, este devolver bien por mal no es una conducta espontánea, no causa agrado sino desagrado. Es como sacrificar una criatura viva porque los impulsos espontáneos como la venganza, el grito, el rencor son criaturas vivísimas que tienen que morir. Mas este morir, repetimos, no causa emoción, sino dolor. Por eso hablamos de amor oblativo, porque en él se sacrifican impulsos vivos y espontáneos, pero destructivos. Si no se realiza esta travesía del amor emotivo al amor oblativo, habrá música desabrida en el concierto conyugal”.

Solo así se entiende esto de ‘la cruz del matrimonio’, como una esforzada etapa, previa e imprescindible, hacia la tan anhelada ‘felicidad conyugal’, la que no se nos va a regalar en una hora mágica, como si fuera un aguinaldo de Navidad. Lamentablemente, lo que sucede es que a nadie le gusta sacrificarse, podar ramas, limar asperezas… en definitiva, nadie quiere morir. Y sin este precio es imposible la maduración del amor y su perdurabilidad.

UN EJEMPLO A SEGUIR

Algo insólito. En la aldea de Siroki-Brijeg (Croacia) no se ha registrado ni un solo divorcio entre sus 13,000 habitantes. No se recuerda a una sola familia que se haya desintegrado. ¿Cuál es su secreto? Simplemente, su gran tradición de fe religiosa contra la que no han podido, en siglos, ni la opresión de los turcos ni la persecución comunista. Su gente posee una sabiduría que no les permite ser engañados en asuntos de vida o muerte: han vinculado acertada e indisolublemente el matrimonio con la Cruz de Cristo.

La tradición matrimonial croata es tan bella que está comenzando a difundirse en Europa y América. Cuando la joven pareja concurre a la iglesia para casarse llevan consigo un crucifijo. El sacerdote lo bendice y los novios posan sus manos sobre él. Nadie les dice que han encontrado al hombre o la mujer ideal. ¡No! El sacerdote les dice que “han encontrado su cruz. Y es una cruz para ser amada, soportada, una cruz que no debe soltarse, sino estimarse en alto grado”. Luego de ser bendecidos, los novios no se besan, sino que besan la cruz. Saben que así besan la fuente del amor.

En adelante, la Cruz representará el amor más grande y el crucifijo será el tesoro de su casa. Cuando surge un problema o irrumpe un conflicto, será delante de esa cruz que buscarán ayuda. No irán a un abogado, no consultarán a un adivino o a un astrólogo, no dependerán de un psicólogo para resolver sus dificultades. Irán directamente delante de su Jesús crucificado. Ahí se arrodillarán, enjugarán sus lágrimas, abrirán sus corazones y, sobre todo, intercambiarán su perdón. ¿Qué más puede necesitar un matrimonio para llegar a ser lo que debería ser: un lugar de amor, un espacio de felicidad y un camino de santidad?

Anita y Rafael Cevallos

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