El texto ha sido dado a conocer
por la Sala Stampa de la Santa Sede en conferencia de prensa. Los idiomas en
los que puede encontrarse son el italiano, español, inglés, polaco, alemán,
francés y árabe.
A continuación el texto completo
en español:
«Fortalezcan sus corazones» (St
5,8)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la
Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un
«tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios
no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él
nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está
interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y
nos busca cuando lo dejamos.
Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide
ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos
de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan
sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto,
y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha
alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una
globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que
afrontar como cristianos.
Necesitamos oír en cada
Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor,
encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea
continuamente. Uno de los desafíos
más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la
globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es
una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en
cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al
mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada
hombre. En
la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de
Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo
y la tierra.
Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta
puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los
sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse
en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y
el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe
sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de
renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría
proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre,
todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
La Cuaresma es un tiempo propicio
para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él.
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en
sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y,
sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que
antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo
revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a
ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.
Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el
rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies,
pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos
lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes
se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8)
y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos
servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la
Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la
Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo.
En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto
poder en nuestros corazones. Quien
es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los
demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro
es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella
participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el
amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está
también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta
participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo
que tiene es para todos.
Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer
algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos
llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios
para que todos nos abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu
hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los
lugares en los que se manifiesta la Iglesia, lleguen a ser islas de
misericordia en medio del mar de la indiferencia.
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es
necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas
realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo
cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo
que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de
ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que
están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia
puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que
Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos
direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo
en la oración. Cuando la Iglesia
terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega
ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en
Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia.
La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha
dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya
contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús,
vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde
todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos.Santa
Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría
en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un
solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer
inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las
almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de
la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro
deseo de paz y reconciliación. Su
alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza
para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está
llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la
rodea, con los pobres y los alejados. La
Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino
que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que
quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el
amor no puede callar. La Iglesia
sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines
de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al
hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos
recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos
hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los
lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias
y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de
la indiferencia.
3. «Fortalezcan sus
corazones» (St 5,8) – La persona creyente
No se dejen encerrar en sí mismo
y no caigan en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
También como individuos tenemos la tentación de la
indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran
el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad
para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral
de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No
olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas
para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel
diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la
oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas
cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de
caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés
por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra
participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque
la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia
de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y
aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas
posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la
tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al
mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras
pretensiones de omnipotencia, quiero
pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación
del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est,
31).
Tener un corazón misericordioso no significa tener
un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte,
firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje
impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los
hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias
pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta
Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón
semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De
ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso,
que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la
globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial
recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que
recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vía Aciprensa
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