“Qué hermosos son sobre los montes los
pies del mensajero que anuncia la paz….” (Isaías 52,7)
La Iglesia ha proclamado siempre la
santidad del matrimonio, desde la antigüedad hasta nuestros días, una santidad
que proviene de su dignidad de sacramento. San Antonio de Lisboa decía a los
jóvenes cristianos que era bueno casarse y la misma enseñanza nos dejó San Juan
Pablo II en obras tan significativas como Amor y responsabilidad y las Catequesis
sobre la teología del Cuerpo, libros de lectura obligatoria para las
parejas de los Equipos de Nuestra Señora.
Los bienes del matrimonio que son los
hijos, la fidelidad y el sacramento, muestran que el matrimonio es una realidad buena que se corresponde con el
pensamiento de Dios. Como sacramento, el matrimonio se convierte en señal
eficaz del misterio de la relación esponsal
entre Cristo y la Iglesia.
Sin embargo, lo que era santo en el
pensamiento de Dios sabemos que fue perturbado y corrompido por el pecado.
Desde el principio, desde el momento en que el hombre y la mujer pretendieron ser como Dios, por la tentación del maligno,
la relación hombre-mujer, que debía ser una relación de comunión y de
fecundidad al servicio del amor y de la vida, se convirtió en una relación de
dominio al servicio del egoísmo y del placer.
Por tanto, estamos llamados a redimir
nuestra relación esponsal, incluyendo nuestra sexualidad que nos constituye
desde la creación en hombres y mujeres. Nuestra relación de pareja que se
traduce y vive a través de la plenitud de nuestra sexualidad, debe ser
purificada, redimida, para que pueda ser utilizada como camino de santidad al
servicio de la unión y de la vida.
Esto último quiere decir que el
sacramento del matrimonio o la gracia del sacramento buscan transformar la
lógica del deseo en la lógica del amor oblativo, del amor puro que debe reinar
entre los esposos, volviéndose entonces por la gracia, en amor unitivo y procreativo.
La Redención de los esposos y la
redención de nuestra sexualidad, nos llega por la gracia del sacramento del
matrimonio, que hace que la sexualidad vivida en la relación conyugal por los
esposos que se aman en el Señor, sea unitiva y abierta a la vida. Es decir que
sea un amor casto. Podemos concebir y hablar de una castidad
conyugal, entendida como la condición para un amor fiel, respetuoso y delicado.
Esta condición es una gracia que tenemos que pedir muy humildemente. Los puntos
concretos de esfuerzo son los signos visibles de la misma y que el Movimiento
nos propone para buscar la Santidad en nuestro hogar.
Fundamentales para la redención
integral de los esposos son la oración conyugal y el deber de sentarse, sin
olvidar que no hay vida espiritual ni santidad conyugal sin la frecuencia de
dos sacramentos: el sacramento de la Penitencia que nos purifica del pecado y
de todo egoísmo y el sacramento de la Eucarística, en el cual recibimos el pan
de vida que nos hace fuertes y redimidos en el Señor.
Sin la oración conyugal y sin el deber
de sentarse será muy difícil vivir una relación matrimonial y una relación
conyugal en el Señor. Por aquí pasa la Redención de nuestros cuerpos
para que sean siempre miembros vivos del Cuerpo de Cristo y templos vivos del
Espíritu Santo.
(Resumen de la meditación del Padre
José Jacinto Ferreira de Farías, SCJ, Consiliario del ERI, III Encuentro
Internacional de Responsables Regionales, Roma 2015).
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