La espiritualidad
matrimonial no consiste únicamente en que los esposos recen juntos y realicen
prácticas de piedad que los unan más a Dios. La vivencia de la espiritualidad
en esta vocación particular pasa, necesariamente, por la donación total y
recíproca del cuerpo. Es más: la unión conyugal es el centro y el corazón de la
vida espiritual del matrimonio.
YVES SEMEN,
fundador y presidente del Institut de Théologie du Corps de Lyon (Francia), y
autor de La espiritualidad conyugal según Juan Pablo II (Desclée De Brouwer,
2011) asegura que “no es a pesar de nuestra sexualidad –y menos contra ella–
como debemos crecer en cuanto esposos en la vida espiritual, sino por
y a través de su ejercicio ordenado, es decir, conforme a su finalidad”. Y
añade: “La vida sexual de los esposos no puede ser como un paréntesis en su
vida espiritual, sino al contrario: su corazón y su centro”. Su innovador
planteamiento se basa en muchos años de estudio y divulgación de la Teología
del Cuerpo de Juan Pablo II.
El autor nos descubre
que, durante casi veinte siglos, no existió en la Iglesia “una espiritualidad
específicamente conyugal”. Aunque la literatura espiritual había sido siempre
abundante en una espiritualidad para sacerdotes y religiosos, era pobre en una
espiritualidad que tuviera en cuenta la grandeza y profundidad de la vocación
matrimonial como un camino específico de santidad. Los matrimonios se veían
“obligados” a alimentarse de una espiritualidad que no correspondía a su estado
ni a su vocación. Gracias a la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II, hoy
sabemos que “tanto el matrimonio como la entrega de sí mismo a los demás a
través del celibato ‘por el Reino’ suponen el don total de sí, y que ambas
vocaciones –matrimonio y virginidad– pueden conducir a la santidad”. Misión
conversó con Yves Semen para profundizar en su novedoso planteamiento.
¿En qué consiste la
espiritualidad de las personas casadas?
Su espiritualidad
es la propia de las parejas casadas, no la transposición de una espiritualidad
de religiosos o religiosas a la vida matrimonial. Es decir, debe articularse en
lo que distingue la vida matrimonial de la vida consagrada: el don del cuerpo.
El que elige el
“celibato por el Reino” –en palabras de Cristo–, busca encontrar la unión con
Dios en una relación directa con Él. En cambio, en el matrimonio, se recibe una
llamada interior para encontrar la unión con Dios por y a través de la donación
de uno mismo –incluida la donación carnal– a otra persona. Compartir la
vivencia carnal –no solo sexual, sino también del afecto, la ternura y de todo
lo que Juan Pablo II llamó el “lenguaje del cuerpo”– es constitutivo de la
espiritualidad conyugal.
Y es esencial
entenderlo bien porque, de lo contrario, se intenta vivir una espiritualidad de
celibato en el matrimonio y los esposos se extravían. Así, observamos a
personas casadas que buscan a Dios fuera de su matrimonio o a pesar de su
matrimonio, cuando precisamente su vocación al matrimonio debería llevarles a
buscar a Dios por y a través de su matrimonio, es decir, por y a través de la
donación a su cónyuge.
¿En qué momento se
da cuenta la Iglesia de que existe una espiritualidad
“específicamente conyugal”?
Los primeros
elementos de una espiritualidad conyugal se encuentran en san Francisco de
Sales, pero es sobre todo en el siglo XX cuando la Iglesia comienza a poner el
foco en ella y empiezan a surgir movimientos de espiritualidad conyugal. Pienso, por ejemplo, en lo que tuvo lugar
en Francia bajo la influencia del Padre Caffarel y los Equipos de Nuestra
Señora.
¿Por qué tardó
tanto la Iglesia en presentar esta espiritualidad?
Es difícil saberlo.
Pero después de siglos durante los cuales se ha desplegado toda la belleza de
la espiritualidad religiosa y sacerdotal, la Iglesia está llamada hoy a
desplegar otra dimensión del tesoro que ha recibido: la espiritualidad
conyugal. Se espera así lograr un equilibrio entre las dos modalidades posibles
de una misma y única vocación de todo hombre y toda mujer: el don de sí mismo,
lo que Juan Pablo II llamó la “vocación esponsal” de la persona. Esta puede
realizarse en el don de sí mismo a Dios, a través de la vocación esponsal
virginal (consagrada, religiosa o sacerdotal), o en el don de sí mismo a otra
persona: la vocación esponsal conyugal.
¿Qué importancia
tiene el acto conyugal, más allá de la procreación?
Ante todo, no hay
que reducir el acto conyugal a una simple necesidad para dar la vida. Tanto la
procreación como la comunión son fines del acto conyugal, y están
intrínsecamente unidos: la comunión de los esposos los lleva a querer dar la
vida, ya que cualquier comunión auténtica tiende a la fecundidad. Además, el
don de la vida completa y perfecciona la comunión. Por tanto, debemos mantener
unidos estos dos significados del acto conyugal –que se condicionan el uno al
otro–, como ya pedía Pablo vi en su encíclica Humanae Vitae, en 1968.
¿Cómo se unen en el
matrimonio la espiritualidad y la vivencia de la corporalidad?
Este es el reto de
todo matrimonio que quiera llevar una vida auténticamente cristiana. Esto no
sucede de repente ni sin dificultad, pero no es imposible. De lo contrario, La
Iglesia nos estaría engañando si nos presentase el matrimonio como una vocación
cristiana a la santidad. Es, a la vez, la exigencia y la grandeza del
matrimonio.
¿Es la vocación al
matrimonio inferior a la del sacerdocio o la vida religiosa?
Por supuesto que
no. Juan Pablo II declaró enfáticamente: “En las palabras de Cristo sobre la
castidad ‘para el reino de los cielos’, no hay ninguna referencia a una
‘inferioridad’ del matrimonio en lo que se refiere al cuerpo o a la esencia del
matrimonio (el hecho de que el hombre y la mujer se unen para convertirse en
una sola carne)”. Y de nuevo: “El matrimonio y la castidad [‘por el Reino’] no
son opuestos, y no dividen a la comunidad humana y cristiana en dos campos,
digamos: el de los ‘perfectos’, gracias a la castidad [en celibato], y el de
los ‘imperfectos’ o menos perfectos, por culpa de la realidad de su vida
matrimonial”. ¡No se puede ser más claro! Sin embargo, la práctica total de los
votos de pobreza, castidad y obediencia de la vida religiosa permiten llegar
con mayor facilidad a la caridad plena, que es la única medida válida de la
vida cristiana.
¿Es más difícil
llegar a la santidad acompañado que solo?
Hay un proverbio
chino que dice: “Solo se llega rápido; acompañado se llega lejos”. Cuando se es
dos, hay que llevarse el uno al otro; pero, al mismo tiempo, estamos llamados a
tener en cuenta a la otra persona para avanzar juntos. Tentaciones no faltan
para huir de esta exigencia del matrimonio… Si no nos sentimos llamados a
avanzar así en la vida cristiana, puede ser que no tengamos vocación
matrimonial y eso es legítimo.
Usted dice que el
perdón es necesario para la comunión conyugal; ¿cuántas veces hay que perdonar
al cónyuge?
Tantas veces como
Cristo nos pide que lo hagamos: setenta veces siete, es decir, ¡no hay límites!
El perdón es el punto de paso obligado de la comunión, porque las faltas que
los esposos tienen que perdonarse el uno al otro son siempre atentados contra
esta. En este sentido, el perdón es lo que permite la perpetua restauración de
la comunión. Por consiguiente, es preciso pasar por el perdón solicitado de una
manera incansable y concedido con generosidad, a fin de preservar la comunión.
Todos los indultos no concedidos, olvidados o negados, generan, poco a poco,
una montaña que hace que finalmente la pareja estalle. Cuando uno se da cuenta,
es, a menudo, demasiado tarde. Debemos por tanto, pedir perdón y perdonar todos
los días, porque todos los días se puede hacer daño o ser herido.
Tomado de http://www.haztesentir.mx/secciones/vida-y-familia/item/2229-la-vida-sexual-de-los-esposos-es-el-centro-de-su-vida-espiritual
No hay comentarios:
Publicar un comentario